lunes, 25 de febrero de 2013

MI PUEBLO QUERIDO

Mi pueblo, al que quiero aunque no te lo parezca, es algo corto de miras. Si no me crees, puedes comprobarlo entrando en coche por el este y cruzarás primero una zona de chalets a la derecha y a la izquierda, puesto allí por el mejor alcalde del pueblo, un parque con una fuente de chorros de agua clara; sigues adelante, cruzas su barrio más bello y al final de la calle César Barrios te encuentras con un estrechamiento de mucho cuidado porque nadie en tantos años ha pensado prohibir aparcar en esos 50 metros. Mi pueblo, al que quiero aunque parezca que miento, tiene un teatro flamante, y algo descompensado porque su escenario es mayor que el patio de butacas, bueno, un teatro al fin y al cabo, dedicado a su alcalde fusilado, cuyas letras han dejado caer de la fachada. ¿No hay nadie que las restituya, o acaso queda alguien en mi pueblo que quiera mancillar aún más la dignidad del Alcalde don Juan Manuel Santana? Mi pueblo no es capaz de conservar ni a sus muertos, a quienes queremos sin duda alguna, y por eso queremos una lápida para ellos por tiempo eterno, que ya habrá terreno para ampliar el cementerio aunque sea en el Campo Arriba que, aquí, entre nosotros, es la parte de mi pueblo que más quiero. Mi pueblo, que quiero y no lo diré más porque obras son amores, tiene un ayuntamiento también reciclado y hay que ir hasta Moguer para ver su planta original. Pero en algo no es original mi ayuntamiento, que en esto sigue la dinámica del nepotismo político decimonónico del país: se contrata a dedo, aunque bien es verdad que en estos tiempos de crisis solo se contrata a lah jaba máh graná de la parva. Este pueblo mío, querido sin remedio porque es la tierra de mis padres y aquí alumbraron mis hijos, que reparte medallitas y rotula calles al porrillo y, en cambio, olvida el merecido homenaje a su mejor alcalde. Claro que uno, que se resiste a perder la humanidad, da rienda suelta a su imaginación y al pasar por la antigua calle Rábida puede leer un azulejo con la sencillez que su naturaleza merecía: Alcalde José Ángel Gómez Santana.

jueves, 10 de enero de 2013

LEPE, CAPITAL

Como capital que es, mi pueblo tiene su área metropolitana que me pateo siempre que puedo porque me gusta y me siento mejor paseándola que cuando lo hago por otras ciudades. Sus calles son de arena y sus aceras de tuneras y toda ella está poblada de árboles y zonas verdes hasta el punto que superamos a ciudades que ocupan los primeros puestos en zonas verdes por habitante en el mundo, como París o Vitoria. A veces tiro al este por el camino de la Dehesa y entonces entro en el cementerio a saludar a mis padres y a observar con perplejidad cómo esta gran capital que es mi pueblo no deja descansar a sus muertos en paz porque sus dirigentes han decidido reciclar sus tumbas, de forma que son incapaces de reservarles un metro cuadrado para su descanso eterno, como sucede en el cementerio de Montparnasse o en el de La Redondela, sin ir más lejos. Aquí, los dirigentes municipales solo le reservan un nicho de un palmo para sus huesos, en una operación urbanística especulativa sin parangón que clama al cielo. ¿Les sucederá acaso lo mismo a sus almas allí? Salgo de allí algo contrariado, pero a los pocos pasos doy con el núcleo metropolitano de la Dehesa y sus habitantes me saludan con su sonrisa limpia y hacen que me cambie el ánimo. Si han trabajado hoy estarán lavando o tendiendo la ropa; si no, charlando al fresco, rezando hacia levante o simplemente sonriendo. Unos pocos pasos más allá y la brisa del Piedras termina de limpiar mi conciencia. La mayor parte de las veces voy a la zona metropolitana que ha crecido al hilo de la antigua vía del ferrocarril bajo la sombra de los árboles centenarios de la Dehesa del Alcornocal. Aquí es donde más le gusta ir a Toby. Para llegar hasta aquel remanso de paz, he de cruzar por una de las vergüenzas urbanísticas de esta capital que es mi pueblo: una obra inacabada, hormigonada, abandonada y sucia donde se han invertido desde hace una década decenas de miles de euros de los contribuyentes sin que los dirigentes hayan sido capaces de terminarla a día de hoy. Si continúo adelante dejando las casitas de cartón y plástico del Alcornocal, donde el olor del campo se diluye como el azúcar con el aroma del té de mis amigos que allí habitan, llego hasta otra obra abandonada que los dirigentes están dejando morir lentamente, el puente de la Tavirona. Cuando dejo a María en el pabellón de deportes, tomo el camino paralelo al regajo de las Moreras donde se ha urbanizado con mucho acierto y sin intervención alguna de ingenieros, arquitectos ni dirigentes un par de distritos del área metropolitana de la capital que es mi pueblo. Me cruzo entonces con ciudadanos que eligieron aquella bella zona para vivir y que van, cuando el sol empieza a ponerse, vestidos de limpio al bar Triana a tomar café. De regreso, hay siempre muchos de ellos jugando al fútbol en una pista improvisada junto al polígono industrial de la Moreras que me traen a la memoria los partidillos que jugábamos en la última infancia en la Estación o en el Llano, donde nuestra impericia conseguía patear más la espinilla del contrario que el pobre balón, que las más de las veces era una simple pelota. Recojo a mi hija al finalizar el entrenamiento de baloncesto y nos vamos también a la Fuente Vieja a tomarnos un refresco en el bar Triana, allí, donde bulle la vida y la alegría como en ninguna otra parte de esta capital que es mi pueblo. Entonces le cuento a María historias propias del abuelo que soy ya y le digo que esa paz, esa sonrisa, esa belleza y colorido era la que se respiraba en mi pueblo cuando yo tenía su edad.