martes, 21 de febrero de 2012

EL MAGISTRADO GARZÓN, SENTENCIADO

A mi nieto Miguel,
porque en este día
de esta primavera anticipada
ha roto a andar.

En la primavera de 1994 asistí como un pardillo a los corrillos que se formaban en el IES Auringis de Jaén a propósito de la dimisión del entonces Delegado del Gobierno en el Plan Nacional sobre Drogas, Baltasar Garzón. Había sido el fichaje estrella de Felipe González, que le había colocado como número dos por Madrid en las elecciones generales de 1993, y con el que consiguió, en buena medida, abortar el vuelco electoral que preveían las encuestas entonces. En puridad, Garzón no salió del gobierno puesto que, en uno más de sus múltiples errores en su última etapa como Presidente del Gobierno, González no lo nombró ministro, sino secretario de estado, engañando así a Garzón y al resto de ciudadanos que habíamos creído que aquella campaña electoral era veraz y se iba a acometer por fin con decisión y rigor la limpieza de las alcantarillas, taponada aún, fundamentalmente, con mierda procedente del franquismo.
Había llegado yo, como digo, en aquel momento al instituto jienense donde ejercía como directora una cuñada del juez Garzón. En los comienzos de todo es fundamental la suerte y la mía fue la persona a quien tenía que sustituir: un catedrático de instituto (cuerpo a extinguir ahora por la administración educativa, no se sabe si para fomentar la calidad de la enseñanza) que había obtenido una comisión de servicio para irse a la recién creada Universidad de Almería. Este colega, que tuvo la generosidad de pasarme los apuntes y armarme de valor para entrar en sus clases de COU, tuvo además la deferencia de invitarme a su casa y explicármelo todo tomando unas cervezas. Aún siento el placer, que sólo podemos sentir quienes no somos glotones, cuando abrió de par en par la despensa mejor aderezada que he visto en mi vida y que, a buen seguro, hubiese fulminado al mismísimo Buscón, don Pablos.
Una lección aprendí en aquella ocasión, cuando los corrillos afloraban como la primavera jienense en un país hecho a sí mismo en los mentideros: que Felipe se había equivocado al no nombrarlo ministro (cosa que él mismo reconocerá el día que sea capaz de ponerse a escribir sus memorias) y que Baltasar acertó al cerrar con prontitud su breve hoja se servicios políticos y volver a lo suyo (cosa que, por cierto, casi nunca sucede cuando se entra en política en este país de mentideros).
Cuando aún escuece la sentencia de condena por prevaricación del Tribunal Supremo al juez Garzón, y se puede esperar lo peor de las otras dos causas pendientes, quisiera aportar dos reflexiones que pusieran un poco de paz en este espectáculo penoso que una vez más protagonizamos ante el mundo.
En primer lugar, nadie desde el PSOE le puso una querella por prevaricación a Garzón cuando retomó el caso GAL semanas después de su paso por el Gobierno de Felipe González. Sí, es cierto que se le demonizó por los mismos socialistas que meses antes lo aplaudían en los mítines en Madrid, pero eso se circunscribe a las filias y fobias que, desgraciadamente, se dan en la política quizá más que en ningún otro ámbito de la vida. Lo otro, lo de ahora, una querella por prevaricación a un juez, solo puede entenderse como la guadaña que entra en la mies a cortar de raíz la mala hierba, y habría que ser un poeta muy maldito para ver mala hierba a raudales en la trayectoria jurídica del magistrado Baltasar Garzón.
La derecha sociológica española (quizá la derecha política sea la que más haya avanzado en esto) sigue lastrada por el pasado. A ojos de un observador externo, este estado de cosas solo puede explicarse porque, por un lado, sigue sin soltar definitivamente amarras con el franquismo, y no lo hará hasta que no busque con la misma energía que lo hacen los familiares a los muertos sin entierro ni sepultura de la guerra civil. Y, por otro, la derecha sigue sin cortarse las alas angelicales que la unen a la Iglesia Católica, lo que la lleva una y otra vez a confundir la moral católica, que es muy respetable en el ámbito privado, con la moral pública, que en una democracia ha de ser a todas luces laica.
Para poner fin a este último y pesado lastre y, de paso, poner fin a este artículo para siempre, no veo otro remedio, y perdonen la ironía, que un milagro.

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