lunes, 11 de septiembre de 2017

Reseña

El pasado 22 de julio se presentaba en un salón a rebosar de periodistas, futuros periodistas, familiares, amigos y representantes públicos el libro póstumo de Santiago Talaya Toresano, Los ecos del boom de la radio. A 25 años de la noche de los transistores. Confieso que no he leído el libro, lo he escuchado de la propia voz del autor, puesto que es de esos libros escritos a viva voz, en este caso, además, en la voz de un profesional de la radio de tomo y lomo. Es, en este sentido, un ejemplo que sigue al pie de la letra la máxima cervantina: “escribe como hablas”. De lectura ágil y viva, fragmentos del libro servirán de modelo de redacción en las aulas para alumnos de bachillerato. Y por su profusión de datos, profesionales del medio, emisoras, audiencias, programación, todo ello expuesto con rigor, y análisis y comentarios fundamentados solo al alcance de un gran estudioso y conocedor del mundo de la radio, será manual de obligada consulta en las facultades de Comunicación. En este sentido, sería de agradecer un índice onomástico en futuras ediciones, lo que facilitaría la consulta para el especialista. Es tópico decir en estos casos que la del autor ha sido una vida truncada a muy temprana edad. Y es cierto. Pero no lo es menos afirmar que Santiago tuvo la suerte de vivirla en plenitud: una crianza en el seno de una familia culta que le proporcionó formación académica y una educación exquisita; la creación de su propia familia junto a Victoria, la artífice de la publicación del libro; el nacimiento y la crianza de su hijo; y todo ello en medio de su dedicación a su auténtica vocación: el periodismo hablado, el mundo de la radio, como queda meridianamente dicho en este libro, con prólogo de Fátima Báñez, ministra de Trabajo, epílogo de Alfredo Menéndez, director de Las mañanas de RNE y editado de forma impecable por Los Papeles del Sitio. En los años en que cursamos la segunda etapa de la EGB en el colegio Alonso Barba de Lepe aparecía en clase de don Santiago Talaya Llordén poco antes de la salida al recreo un pequeñajo que se acercaba a la mesa del maestro, quien se echaba la mano al bolsillo y le daba unas pesetas para comprar en el quiosco y un cachete cariñoso. Suerte de tener a maestros de la talla, elegancia y vocación de Santiago; y más suerte aún de tenerlo por padre. Y por madre a una señora que me dice que su padre le tenía como libro de cabecera en su mesita de noche el Quijote. Difícil que con estos mimbres no germinaran en ti los valores sine qua non permiten un periodismo de servicio público y no de servidumbres: el trabajo honrado y generoso. El libro, como decimos, es un campo abierto a lectores no avezados en el mundo de la radio, quienes encontrarán allí un ameno recorrido de la mano del autor por los avatares del medio en el último cuarto de siglo. En este sentido, es un relato de la relación intensa y amorosa del periodista y el medio radiofónico. Por otra parte, es un estudio en profundidad de la evolución de la radio en España en las últimas décadas que conjuga datos, análisis y anécdotas de forma magistral consiguiendo el disfrute al tiempo que el aprendizaje para el lector especialista. Gracias a una inteligente estructura en cuatro capítulos, a su vez divididos en múltiples epígrafes temáticos, una simple lectura del índice nos facilitará una consulta puntual. Como nos confiesa el autor al comienzo del libro, todo comenzó con el regalo de un transistor que le hizo su tío Zunifredo, a partir de lo cual su vocación de periodista de radio se forjó de forma inequívoca. Esa intensa historia de amor es la que encontramos en estas páginas, contadas en la inconfundible ternura de la voz de Santiago Talaya Toresano, porque a veces, como aquí, sucede que la voz perdura más allá de la muerte.

Camino de tolerancia

A mi amigo Claudio Jiménez, maestro del camino. Un crisol de lenguas, de razas, de culturas andan el camino hoy igual que ayer, porque el hombre y la mujer han de perseguir sus sueños y alimentar sus anhelos. Todos portan a sus espaldas mochilas ligeras y afirman su paso corto de costalero de paso palio en las subidas, largo de paso de Cristo en el llano y paso de peregrino sufrido en cuesta abajo, porque ahí residen todos los peligros. Despierto a John, cubano de Florida, y le pido que cambie de postura para que todos podamos dormir. Él accede amable, pero al rato vuelve a su tronío. A la segunda vez, me dice: -¡Pongan velitas, no más! Llueve el rocío de la mañana bajo el robredal, y cuando las primeras claras encienden la luz en el bosque aparece ante de mí una pareja tomados de la mano con el mismo candor de la niebla del ocaso matutino, con la misma frescura del ramaje y con la misma pureza de las gotas que chorrean mi rostro. Chapurreo en inglés con un holandés, que me dice que comenzó el camino en la puerta de su casa y me enseña fotos de su paso por el centro de Francia, nevado como la Antártida, la pasada primavera. Si no estuviésemos en el camino, lo tomaría por mentiroso. Cuando los partidos políticos respondan al clamor popular y elaboren una ley educativa de consenso para varias generaciones incluirán el Camino de Santiago como asignatura obligatoria. Esta vastedad de saberes desde el Románico medieval al altruismo y al arte del s. XXI en viejos caseríos donde jóvenes de hoy han encontrado su lugar compartiendo un café o una fruta con el peregrino; brindando una palabra amable y una sonrisa envueltas en una mirada clara. O en albergues cuidados con esmero por hospitaleros que fueron desahuciados de su trabajo y de su hogar por el capitalismo salvaje. Asisto a misa de tarde en San Martín del Camino junto al padre Miguel, que viene desde México a celebrar sus 15 años de sacerdocio y hace su camino como un ángel, siempre con palabras de aliento para todos. Igual que las hermanas del albergue parroquial de Santa María en Carrión de los Condes, un bálsamo de paz y armonía en medio de la tierra de campos castellana, famosas en todo el camino francés por la acogida que dan al peregrino En Casa Verde, junto al pueblo natal de Luz Casal, Sonia y Quico nos ponen chupitos entre las cervezas, mientras Pepe, de Tolox, nos relata su camino huyendo de la Costa del Sol, y yo escribo con un pobre bic en tu blusa, vieja versada en el camino, unas palabras de agradecimiento, y tú la prendes del techo junto a otras decenas de ellas que lo pueblan. Luego cuesta seguir con la solana del mediodía, pero se acorta el paso y los tumbos son menos. Eso, y que no hay prisa por llegar, porque la meta está siempre en el camino y no al final. Ya no asustan las ampollas, ni duelen las tendinitis porque todo ha sanado entre palabras de aliento, miradas cómplices, sonrisas amables; entre tragos de vino y en la frescura del agua de las fuentes del camino: esa culebra de vida que atraviesa bosques y sembrados; esa serpiente que te inocula la paz por páramos y serranías; ese misterio; esa metáfora de la vida, que a veces se estrecha en cerrado sendero; otras, en tortuoso empedrado; pero, como en la de verdad, siempre te tiene reservado un verde prado para descansar de tus trabajos si no cejas en perseguir tu horizonte con generosidad.

miércoles, 26 de julio de 2017

OPOSICIONES

A mi amigo Manolo Fernández Real, compañero de pesares este curso de estrafalaria legislación educativa. Este año no hay oposiciones, y he de decir que las echo de menos. No en vano estuve unos años yendo a ellas una y otra vez como el enamorado, sea hombre o mujer, va a su amor verdadero sin temor a que le dé calabazas, porque sabe que las calabazas forman parte del juego amoroso, igual que los suspensos son parte consustancial de la vida de un estudiante. ¡Ay de aquellos enamorados y estudiantes que no reciban calabazas, porque sufrirán los padecimientos de una vida insulsa por los siglos de los siglos! En la candidez de entonces, alimentada por mi ptosis palpebral congénita y por mi inocencia ventral, pesaba uno que las oposiciones eran algo incólume, donde se concurría en igualdad de oportunidades como marca la ley, y no funcionaban allí las recomendaciones ni los tratos de favor: eso era cosa solo de los ayuntamientos pequeños, donde se favorece a los allegados y buscavotos. Con la crónica de corrupción de los telediarios, que ya ocupa más tiempo que el dedicado a la liga de las estrellas-que-también-defraudan, y que ya no veo porque enmierda mi plato de comida, he llegado a la conclusión de que la miseria humana es una gruesa línea que va desde la cabeza a los pies, desde las más altas magistraturas al último de los funcionarios avieso porque, aunque nacemos sin pecado original al contrario de lo que nos enseñó la Iglesia, las apetencias de este mundo nos hace en muchos casos querer medrar a costa de lo ajeno. De fraude de ley podíamos denominar la puesta en marcha de la Lomce, cuyo acrónimo es impronunciable por culpa del grupo eme zeta, inexistente en español. Por culpa de un ministro que tal vez iba para ver-me de cocinero, por hacer un burdo juego de palabras con su apellido Wert, y se encontró en el despacho de un ministerio con ganas de pasar a la historia poniendo su firma bajo una ley de educación, hemos padecido un curso como el rosario de la aurora. Por ejemplo, hasta el mes de febrero no se ha sabido cómo iba a ser la prueba de selectividad, que ahora se llama PREBAU o PREVAU, porque de ambas formas aparecía en los papeles como evidencia del pisoteo al que los gobiernos de nuestro país están sometiendo el sistema educativo. Solo alcanzo dos explicaciones plausibles a este desafuero: o los políticos son ignorantes y no dan más de sí; o bien, son grandes ignorantes y pretenden que se cultive su ignorancia en las aulas para que así los futuros adolescentes votantes les voten a ciegas, como en el amor verdadero. Gracias a los cafés de Belli y María en el bar Teatro hemos sobrevivido. A eso, y a que después de 25 años de oficio y 5 leyes educativas en el zurrón uno tiene medianamente claro que no ha de perder de vista el sentido común, que es lo que tenemos delante todas las mañanas al tiempo de poner la carpeta sobre la mesa en clase y dar los buenos días: un ramillete de adolescentes que persiguen sus sueños con ahínco.

viernes, 26 de mayo de 2017

Una mochila pesada

Se levantó aquella mañana con algo parecido a una resaca a pesar de que estaba seguro de no haber bebido la noche anterior. Llevaba a sus espaldas una mochila pesada que contiene una de las mayores injusticias del mundo: más de ocho mil niños van a morir de hambre hoy, y él no va a hacer nada para evitarlo. Le gustaría estar cerca de alguno para contagiarse de su valentía, pero no sabe cómo hacerlo o no se atreve a intentarlo. Casi como un zombi, abre el frigorífico, atiborrado de los alimentos que compró el día anterior en un supermercado gigante, y siente una arcada en el estómago, porque ha leído recientemente el dato en la web de Acción contra el Hambre: en el mundo se tira un tercio de los alimentos y con ellos se podría acabar con el hambre en el mundo. Su perrito lo mira con ansiedad, ajeno a sus quebraderos de cabeza, esperando su salchicha matutina. Él se la pone en la boca, y cae en la cuenta de que no ha visto jamás a ningún animal con problemas de obesidad: me gustaría haber nacido animal, piensa, un simple insecto hubiera sido suficiente. Cierra el frigorífico y enciende la radio, y en aquellos instantes una periodista habla de la jornada de la Liga de las Estrellas de ayer, donde unos deportistas cobran sueldos extraterrestres, propios solamente de aquellos planetas donde nadie muere de hambre. Cambia el dial, y ahora es un periodista quien con voz entrecortada, no podemos saber si por su bisoñez o porque sabe lo que está diciendo, relata la crónica de corrupción política, a la que en estos años de crisis bien podríamos añadirle el adjetivo terrorífica, puesto que al mismo tiempo que llevaban a un cuarto de la población española a la pobreza, algunos de estos servidores públicos robaban el dinero de todos. Tira del cable de la radio, y la voz del periodista se va apagando a cámara lenta. Se bebe de un trago un vaso de leche, a secas: de un tiempo a esta parte también le producen arcadas los alimentos light y otros sucedáneos. Agarra en la mesa desordenada uno de los libros que allí se amontonan, 100 ejemplos de resilencia; se coloca al cuello la correa del perro, que ladra de alegría; y camina con firmeza hasta el océano, empeñado en ver en el horizonte, también hoy, la esperanza de un mundo más justo en el que todos podamos morir en paz, como lo hacen cada uno de esos niños de mirada valiente cada día.

domingo, 26 de marzo de 2017

DE POESÍA, PROFESORES Y MAESTROS

Si cuento las veces que he venido a Cartaya, sumando los cuatro años que estudié en este instituto Rafael Reyes el bachillerato y los once años que di clases de Lengua y Literatura en el IES Sebastián Fernández, me da que he viajado aquí más que a cualquier otra parte, sin necesidad de sumar las veces que he estado en la Feria, donde amigos a decenas me acogen siempre como a un paisano más. Y es que tengo que confesarles que nunca he salido de este pueblo de cal y transparencias con mal sabor de boca, si exceptuamos alguna contrariedad amorosa de adolescencia. La poesía que entiendo y escribo es la poesía del agradecimiento, la que va cargada de amor, que es el valor más seguro que nos protege de las miserias de este mundo. La gratitud a los amaneceres que nacen aquí, en Levante, y a las puestas de sol de Poniente; la admiración a tantas personas que nos dan las energías para crecer; la mirada a la luz blanca de la luna; al mar; a un paisaje natural, como nuestra naturaleza... Dice Henry Adams, intelectual estadounidense de fines del siglo XIX, que “un profesor trabaja para la eternidad porque nadie puede decir dónde acaba su influencia”. En mi caso es evidente, porque llegué aquí con trece añitos mirando al suelo y gracias a profesores que enseñaban con entusiasmo, como Pepe Román y Laureano Alonso, empecé a descubrir el mundo maravilloso del Arte y la Literatura, porque las Bellas Artes albergan lo mejor que nace de nosotros. Pepe nos contaba la Historia dejando largas pausas entre sus frases para darnos tiempo a asimilar sus palabras. Y Laureano, con su dulce habla leonesa, nos leía y comentaba fragmentos de La Colmena, poemas de Antonio Machado, pasajes de Luces de bohemia entre bocanadas de cigarrillos Ducados, porque impartía sus clases de COU en el departamento de Literatura, donde nos sentábamos en círculo como si estuviésemos al calor de una mesa de camilla igual que una gran familia. Y, no contento con eso, consiguió de propina que subiéramos a estas tablas para hacer teatro y así pudiésemos comprobar que albergamos espacio en nuestro interior para meternos en la piel de otros personajes y aprender así valores esenciales como la tolerancia, la solidaridad o lo que hoy llamamos empatía. Me consta por los compañeros de Ciencias que otros colegas hacían lo mismo con la trigonometría, la formulación química o el dibujo técnico. Hoy, contra lo que comúnmente se dice, también puede hacerse así, tal como aprendimos de nuestros maestros. Y eso es así porque los sentimientos, los valores esenciales no cambian: el respeto al alumno, la pasión por enseñar y sus cuidados no caducan y pueden sobreponernos hoy como ayer en la tarea docente en las circunstancias más adversas. La mayor parte de los poemas que uno escribe persiguen conectar al poeta con la esencia, con el motor que nos conduce con paso atinado en medio de las dificultades, que no es otro que la paciencia, siempre encaminada hacia la meta del amor. El esmero al momento de poner la ropa sucia en la lavadora o en la espera con tu hija en la consulta del pediatra. La paz de la línea del horizonte ante la contemplación del paisaje. La certeza de un mundo mejor porque todos estamos hechos de la misma materia sensible a poco que nos paremos a mirar en nuestro interior. Esta es la mirada de ida y vuelta, desde afuera al interior y viceversa que aprendí en este instituto en la adolescencia de la mano de estos maestros a los que guardo una inmensa gratitud. A los amigos del Valye del Piedras.

lunes, 25 de febrero de 2013

MI PUEBLO QUERIDO

Mi pueblo, al que quiero aunque no te lo parezca, es algo corto de miras. Si no me crees, puedes comprobarlo entrando en coche por el este y cruzarás primero una zona de chalets a la derecha y a la izquierda, puesto allí por el mejor alcalde del pueblo, un parque con una fuente de chorros de agua clara; sigues adelante, cruzas su barrio más bello y al final de la calle César Barrios te encuentras con un estrechamiento de mucho cuidado porque nadie en tantos años ha pensado prohibir aparcar en esos 50 metros. Mi pueblo, al que quiero aunque parezca que miento, tiene un teatro flamante, y algo descompensado porque su escenario es mayor que el patio de butacas, bueno, un teatro al fin y al cabo, dedicado a su alcalde fusilado, cuyas letras han dejado caer de la fachada. ¿No hay nadie que las restituya, o acaso queda alguien en mi pueblo que quiera mancillar aún más la dignidad del Alcalde don Juan Manuel Santana? Mi pueblo no es capaz de conservar ni a sus muertos, a quienes queremos sin duda alguna, y por eso queremos una lápida para ellos por tiempo eterno, que ya habrá terreno para ampliar el cementerio aunque sea en el Campo Arriba que, aquí, entre nosotros, es la parte de mi pueblo que más quiero. Mi pueblo, que quiero y no lo diré más porque obras son amores, tiene un ayuntamiento también reciclado y hay que ir hasta Moguer para ver su planta original. Pero en algo no es original mi ayuntamiento, que en esto sigue la dinámica del nepotismo político decimonónico del país: se contrata a dedo, aunque bien es verdad que en estos tiempos de crisis solo se contrata a lah jaba máh graná de la parva. Este pueblo mío, querido sin remedio porque es la tierra de mis padres y aquí alumbraron mis hijos, que reparte medallitas y rotula calles al porrillo y, en cambio, olvida el merecido homenaje a su mejor alcalde. Claro que uno, que se resiste a perder la humanidad, da rienda suelta a su imaginación y al pasar por la antigua calle Rábida puede leer un azulejo con la sencillez que su naturaleza merecía: Alcalde José Ángel Gómez Santana.

jueves, 10 de enero de 2013

LEPE, CAPITAL

Como capital que es, mi pueblo tiene su área metropolitana que me pateo siempre que puedo porque me gusta y me siento mejor paseándola que cuando lo hago por otras ciudades. Sus calles son de arena y sus aceras de tuneras y toda ella está poblada de árboles y zonas verdes hasta el punto que superamos a ciudades que ocupan los primeros puestos en zonas verdes por habitante en el mundo, como París o Vitoria. A veces tiro al este por el camino de la Dehesa y entonces entro en el cementerio a saludar a mis padres y a observar con perplejidad cómo esta gran capital que es mi pueblo no deja descansar a sus muertos en paz porque sus dirigentes han decidido reciclar sus tumbas, de forma que son incapaces de reservarles un metro cuadrado para su descanso eterno, como sucede en el cementerio de Montparnasse o en el de La Redondela, sin ir más lejos. Aquí, los dirigentes municipales solo le reservan un nicho de un palmo para sus huesos, en una operación urbanística especulativa sin parangón que clama al cielo. ¿Les sucederá acaso lo mismo a sus almas allí? Salgo de allí algo contrariado, pero a los pocos pasos doy con el núcleo metropolitano de la Dehesa y sus habitantes me saludan con su sonrisa limpia y hacen que me cambie el ánimo. Si han trabajado hoy estarán lavando o tendiendo la ropa; si no, charlando al fresco, rezando hacia levante o simplemente sonriendo. Unos pocos pasos más allá y la brisa del Piedras termina de limpiar mi conciencia. La mayor parte de las veces voy a la zona metropolitana que ha crecido al hilo de la antigua vía del ferrocarril bajo la sombra de los árboles centenarios de la Dehesa del Alcornocal. Aquí es donde más le gusta ir a Toby. Para llegar hasta aquel remanso de paz, he de cruzar por una de las vergüenzas urbanísticas de esta capital que es mi pueblo: una obra inacabada, hormigonada, abandonada y sucia donde se han invertido desde hace una década decenas de miles de euros de los contribuyentes sin que los dirigentes hayan sido capaces de terminarla a día de hoy. Si continúo adelante dejando las casitas de cartón y plástico del Alcornocal, donde el olor del campo se diluye como el azúcar con el aroma del té de mis amigos que allí habitan, llego hasta otra obra abandonada que los dirigentes están dejando morir lentamente, el puente de la Tavirona. Cuando dejo a María en el pabellón de deportes, tomo el camino paralelo al regajo de las Moreras donde se ha urbanizado con mucho acierto y sin intervención alguna de ingenieros, arquitectos ni dirigentes un par de distritos del área metropolitana de la capital que es mi pueblo. Me cruzo entonces con ciudadanos que eligieron aquella bella zona para vivir y que van, cuando el sol empieza a ponerse, vestidos de limpio al bar Triana a tomar café. De regreso, hay siempre muchos de ellos jugando al fútbol en una pista improvisada junto al polígono industrial de la Moreras que me traen a la memoria los partidillos que jugábamos en la última infancia en la Estación o en el Llano, donde nuestra impericia conseguía patear más la espinilla del contrario que el pobre balón, que las más de las veces era una simple pelota. Recojo a mi hija al finalizar el entrenamiento de baloncesto y nos vamos también a la Fuente Vieja a tomarnos un refresco en el bar Triana, allí, donde bulle la vida y la alegría como en ninguna otra parte de esta capital que es mi pueblo. Entonces le cuento a María historias propias del abuelo que soy ya y le digo que esa paz, esa sonrisa, esa belleza y colorido era la que se respiraba en mi pueblo cuando yo tenía su edad.